Un viaje al
corazón humano para entender el odio, la traición y la destrucción. No es un
juicio, es una radiografía de nuestra condición ¿Te atreves a mirar de frente
la sombra que todos llevamos dentro?
Un cuento para abrir la ventana
1.
El miedo y la herida: Cuando el odio es un escudo
2.
La deshumanización: Rompiendo el vínculo empático para matar
3.
La traición como mecanismo de supervivencia
4.
La necesidad de control y el placer sádico
5.
La frustración social y la destrucción como protesta
Un cuento para abrir la ventana
En un pequeño pueblo, un niño observaba fascinado cómo un enjambre
de hormigas luchaba contra otra colonia. A su corta edad, no entendía
por qué seres tan diminutos podían matarse con tanto furor. Un anciano, que lo
veía con atención, le dijo:
La maldad no es algo que aparezca de repente. Es como un fuego:
necesita combustible, oxígeno y chispa. El problema es que, a diferencia de las
hormigas, nosotros sabemos lo que hacemos… y a veces lo hacemos igual.
Hace mucho tiempo quería escribir sobre este tema, uno de los
tantos que me ha dejado una cantidad de interrogantes a lo largo de la vida,
originados por la escucha de confesiones durante el tiempo en el que ejercí el
ministerio sacerdotal.
Recuerdo que cuando algunas personas me hacían este interrogante, me limitaba a responderles: "Las personas se vuelven malas porque no llevan a Dios en su corazón" y claro, puede ser una gran verdad. Si embargo, recuerdo que en alguna oportunidad alguien objetó mi respuesta, afirmando de manera categórica: "Si la razón es esa ¿Porque hay sacerdotes pederastas, pastores que abusan, personas de misa diaria o que asisten a algún culto y son chismosas, infieles, generan violencia en el hogar, guardan rencores, hacen trampa y hasta gozan del mal ajeno?". Ante la interpelación Yo pensaba: hasta tiene razón ¿Cómo va a ser de Dios la inquición, la casería de brujas o la corrupción en algunas esferas del Vaticanio?
La verdad, guardé silencio y preferí orar por un momento. Recuerdo que tiempo
más tarde, traté de justificar lo injustificable.
Esa pregunta siguió latiendo en mi corazón y hasta ahora quise
escribir al respecto: ¿Por qué la gente se vuelve mala?
A continuación, ayudado por algunos conceptos de expertos, les comparto lo que considero podrían ser algunas de las razones para entender esta dura realidad.
1. El miedo y la herida: Cuando el odio es un
escudo
El odio no nace de la nada. Desde una perspectiva psicológica, a
menudo es una defensa. Como señala la psicoanalista argentina Marie Langer en
sus estudios sobre la agresión, el odio puede surgir como una respuesta a un
trauma o a un miedo profundo. Cuando una persona se siente amenazada,
vulnerable o indefensa, puede proyectar su dolor hacia el exterior,
transformándolo en desprecio y hostilidad.
El odio se convierte en una armadura, un intento de controlar y
neutralizar aquello que perciben como una amenaza. Esto explica por qué las
personas que han sido víctimas de violencia o discriminación pueden, en un
ciclo trágico, llegar a odiar a grupos enteros. No es una elección consciente
por el mal, sino una estrategia, a menudo inconsciente, para proteger a un yo
herido.
El mal muchas veces nace de lo que no sanamos. Los traumas
infantiles, las experiencias de abandono, la humillación constante o el abuso
físico y emocional van dejando huellas que pueden incubar resentimiento. En
psicología clínica se habla de “cicatrices emocionales” que, si no son
trabajadas, se convierten en conductas hostiles.
Alice Miller, en "El drama del niño dotado", sostenía
que “los niños maltratados no olvidan: aprenden a sobrevivir, pero cargan con
un dolor que tarde o temprano busca salida”. Esa salida puede ser
autodestructiva (adicciones, depresiones) o hetero destructiva (violencia,
crueldad).
Ejemplos sobran: muchos criminales confesos han narrado infancias marcadas por golpes, humillaciones o indiferencia. No es una justificación, pero sí una señal de que la maldad muchas veces es un eco de lo no resuelto. Una sociedad que no cuida a sus niños termina cosechando adultos llenos de rabia.
2. La deshumanización: Rompiendo el vínculo
empático para matar
La capacidad de quitar una vida no es innata; es una habilidad que
debe ser aprendida o, más bien, facilitada. Para que una persona mate a otra,
ya sea en un contexto de guerra o de crimen, primero debe romper el lazo de la
empatía.
La psicología social, en estudios como los de Philip Zimbardo
sobre el efecto Lucifer, ha demostrado que las personas pueden ser inducidas a
cometer actos atroces cuando las víctimas son deshumanizadas.
Se les etiqueta como "enemigos", "animales" o
"inferiores", lo que las despoja de su humanidad y, por ende, de su
derecho a vivir. Este proceso es fundamental en la propaganda de los genocidios
y los conflictos armados, donde el "otro" es reducido a un objeto,
una amenaza que debe ser eliminada.
Hannah
Arendt describió lo que llamó “la banalidad del mal” al estudiar a Eichmann,
un burócrata nazi que organizó deportaciones masivas sin sentir remordimiento.
No era un monstruo sanguinario, sino alguien que obedecía órdenes sin
cuestionar. Esa es la clave: el mal puede convertirse en rutina cuando la
cultura lo legitima.
Los experimentos
de Milgram y Zimbardo (la célebre “prisión
de Stanford”) mostraron hasta qué punto las personas comunes pueden ejercer
crueldad cuando la autoridad o el grupo lo exige. Un carcelero improvisado se
convierte en abusador, un vecino puede delatar a otro si todos lo hacen.
Esto nos recuerda que el mal no solo está en individuos aislados, sino que se multiplica cuando los entornos lo validan: familias que justifican golpes, comunidades que aplauden linchamientos, sociedades que premian la venganza. El mal, aquí, no es un rayo que cae: es una cultura que lo alimenta.
3. La traición como mecanismo de supervivencia
La traición, en su forma más cruda, es el acto de romper la
confianza. Pero ¿qué lleva a alguien a traicionar a un amigo, a un familiar o a
una nación? La antropología
cultural nos enseña que, en muchas sociedades, la lealtad grupal es un
pilar fundamental.
Sin embargo, cuando la lealtad individual entra en conflicto con
la necesidad de supervivencia o de progreso personal, la traición puede ser
vista como una solución. No es necesariamente un acto de maldad pura, sino una
elección desesperada.
Psicológicamente, la traición puede estar motivada por la envidia, el resentimiento o el deseo de poder. Es un cálculo frío donde el beneficio propio supera el costo moral de romper un juramento, un reflejo de que el ser humano es un ser social, pero también, por naturaleza, individualista.
4. La necesidad de control y el placer sádico
El sadismo, el disfrute con el sufrimiento ajeno, es quizás uno de
los comportamientos más perturbadores. ¿De dónde nace esta pulsión?
El filósofo y psicoanalista Erich Fromm, en su libro Anatomía de
la destructividad humana, argumenta que la raíz del sadismo no es simplemente
el placer por el dolor, sino el deseo de ejercer control total sobre otro ser.
Al infligir sufrimiento, el sádico demuestra un poder absoluto, una forma
perversa de sentirse vivo y superior.
Este comportamiento suele estar ligado a un profundo sentimiento
de impotencia y falta de control en otras áreas de la vida, donde la persona se
siente insignificante y busca compensar esa sensación a través del dominio y la
crueldad.
Desde los imperios antiguos hasta la política contemporánea, el
deseo de dominar ha sido uno de los motores más fuertes del comportamiento
humano. El poder no es malo en sí: puede organizar, liderar, inspirar. Pero
cuando se convierte en fin en sí mismo, devora.
Nietzsche hablaba de la “voluntad de poder” como fuerza vital. Sin
embargo, cuando se absolutiza, se transforma en opresión. En la historia
reciente, figuras como Stalin o dictadores latinoamericanos muestran cómo la
ambición de control puede justificar crímenes atroces, aunque este fenómeno no
solo ocurre en grandes escalas: también se manifiesta en un jefe que humilla,
en un padre que aplasta, en un compañero que manipula.
La antropología cultural nos enseña que muchas sociedades han premiado al “más fuerte”, al conquistador, al que impone. Por eso, la maldad puede brotar del simple deseo de “estar por encima”, aunque sea a costa de pisotear al otro.
5. La frustración social y la destrucción como
protesta
La destrucción, ya sea de objetos, propiedades o incluso
relaciones, a menudo es una manifestación de la impotencia y la rabia.
Sociológicamente, las personas y los grupos que se sienten marginados,
oprimidos o desposeídos pueden recurrir a la destrucción como una forma de
protesta. No es un fin en sí mismo, sino una señal de que el sistema ha
fallado.
La sociología
del conflicto, por ejemplo, ve en los disturbios y el vandalismo una
expresión de la frustración colectiva, un grito de ayuda en el que se exige ser
escuchado. En un nivel individual, la destrucción puede ser un intento de
romper con lo establecido y de reafirmar una identidad cuando no hay otras vías
de expresión.
Viktor Frankl, en El hombre en busca de sentido, afirmaba: “El
hombre que pierde su porqué, pierde también el cómo”. Muchas conductas
destructivas nacen de ese vacío: la vida sin propósito, el tedio, la
frustración acumulada. Cuando nada importa, nada duele, y en ese terreno
florece la violencia.
La psicología existencial observa que gran parte de la agresividad
gratuita está vinculada a la falta de proyectos vitales. El vacío genera
cinismo: “Si no tengo futuro, ¿por qué importaría el tuyo?”. De ahí emergen
delincuencias que parecen sin lógica, jóvenes que destruyen por aburrimiento,
personas que lastiman solo para sentir algo en medio del vacío.
Aquí entra el plano espiritual, no como dogma, sino como búsqueda de sentido. Cuando el ser humano no responde a su pregunta por el “para qué”, corre el riesgo de hundirse en la nada. Y la nada, muchas veces, se manifiesta como crueldad.
6. El alma en crisis: La perversión de lo sagrado
En un plano espiritual, el mal no es solo un acto, sino un estado
del ser. El mal puede ser visto como una enfermedad
del alma o un vacío existencial. Es algo en lo que la persona "se
convierte" cuando pierde su conexión con los valores más profundos o con
su propia humanidad.
La maldad es una perversión de la creatividad. Así como el ser
humano puede crear arte, música y belleza, también puede usar esa misma energía
para destruir, dominar y causar sufrimiento. Es una desviación de su propósito
original.
La maldad, en su forma más pura, no es un demonio que nos posee,
sino un reflejo distorsionado de nuestra propia humanidad. Es el eco de
nuestras heridas, el grito de nuestra desesperación y el vacío que se forma
cuando perdemos el rumbo.
Entender la oscuridad no es justificarla, sino iluminarla. Porque solo cuando vemos de cerca las grietas en el alma humana, podemos encontrar la valentía para sanar las nuestras y, tal vez, impedir que se extiendan.
Reflexión final: La mirada de san Agustín de Hipona
Este santo, tras una vida de búsquedas y contradicciones, llegó a
una conclusión que transformó la filosofía y la espiritualidad: el mal no es
una sustancia, ni una fuerza independiente que rivaliza con el bien.
El mal, decía, es ausencia, es vacío, es “privatio boni”: la
privación del bien. En palabras sencillas, no es una entidad con poder propio,
sino una herida en el corazón humano donde falta la plenitud del bien. Por eso,
para Agustín, la maldad no define la esencia del ser humano, sino que aparece
allí donde dejamos de cultivar lo que nos humaniza.
Esa intuición cambia la perspectiva. Si el mal es ausencia de
bien, entonces la tarea no es tanto “luchar contra demonios externos”, sino
llenar los vacíos con presencia: con justicia donde hay injusticia, con ternura
donde hubo abandono, con sentido donde hubo vacío.
Desde esta mirada, nadie está condenado a la maldad absoluta; siempre existe la posibilidad de reencontrar la bondad perdida. Como escribía Agustín en sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. La inquietud del corazón humano puede desviarse hacia el mal, pero también puede redirigirse hacia el bien que plenifica y sana.
0 Comentarios
Tu comentario ayuda a profundizar la reflexión y el análisis. Muchas gracias.