Cuando el reloj no basta
El reloj mide la duración, pero no el sentido. La modernidad nos enseñó a llenar la agenda, pero no el alma. En medio de esa prisa cronometrada, la Biblia nos susurra que existe otro tiempo: uno que no se mide con minutos, sino con plenitud. Los griegos lo expresaron con dos palabras: Kronos, el tiempo que pasa, y Kairós, el tiempo que acontece; el primero marca la historia; el segundo la transforma; el primero envejece la piel; el segundo rejuvenece el espíritu.
En este ensayo exploraremos cómo ambos tiempos se entrecruzan en la Escritura, cómo se reconocen en la vida diaria y qué implica vivir desde el ritmo sereno y fecundo del tiempo de Dios.
Kronos: el tiempo que se consume
El término Kronos (χρόνος) aparece en el Nuevo Testamento con frecuencia para referirse al paso de los días o las épocas (cf. Lc 8,27; Hch 13,18). Es el tiempo que transcurre, neutro en sí mismo, pero peligroso si se absolutiza.
El Eclesiastés lo expresa con realismo:
“Todo tiene su momento y cada cosa su tiempo bajo el cielo: tiempo de nacer y tiempo de morir; tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado...” (Qo 3,1–2).
Aquí el autor usa el término hebreo ʿēt (עֵת), que equivale al Kronos: el tiempo cíclico, repetitivo, inevitable. La exégesis del texto muestra una visión profundamente humana: el tiempo, visto desde el hombre, parece una sucesión de opuestos, una danza de comienzos y finales que nadie controla.
Pero el Eclesiastés también lanza una clave teológica:
“Dios ha hecho todo hermoso a su tiempo, y ha puesto la eternidad en el corazón del hombre” (Qo 3,11).
El Kronos no se niega, pero se abre a la eternidad: esa “eternidad en el corazón” es el anhelo del Kairós.
Cuando el hombre vive solo desde el Kronos, se vuelve administrador de su tiempo, pero no habitante del tiempo de Dios. Vive midiendo lo que no puede detener.
Kairós: el que se llena de sentido
En contraste, Kairós (καιρός) significa “momento favorable”, “instante decisivo”, “tiempo oportuno”.
No depende del reloj, sino de la presencia activa de Dios en la historia.
El Evangelio de Marcos abre el ministerio de Jesús con esta proclamación:
“Se ha cumplido el tiempo (kairós) y está cerca el Reino de Dios” (Mc 1,15).
Exegéticamente, el verbo peplērōtai (“se ha cumplido”) indica una plenitud alcanzada, no un mero paso del tiempo. Jesús no anuncia una fecha, sino una presencia: en Él, el tiempo humano se vuelve sagrado. El Kairós es la irrupción del Reino en lo cotidiano, el momento en que lo eterno toca lo efímero.
Pablo recoge esta misma visión en 2 Corintios 6,2, citando a Isaías 49,8:
“En el tiempo favorable (kairō dektō) te escuché, y en el día de salvación te ayudé. Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación”.
La exégesis paulina transforma la expectativa profética en presente activo: el Kairós no está por venir, está aconteciendo. La salvación no es un evento futuro, sino una experiencia actual para quien se abre al hoy de Dios.
Interpretación en la vida diaria
Aspecto | Kronos (Tiempo humano) | Kairós (Tiempo de Dios) |
---|---|---|
Medición | Relojes, calendarios, productividad | Discernimiento, apertura, contemplación |
Experiencia | Rutina, prisa, ansiedad | Encuentro, plenitud, sentido |
Relación con Dios | Distracción, olvido, superficialidad | Presencia, escucha, transformación |
Bienestar | Éxito externo, acumulación, eficiencia | Paz interior, comunión, compromiso |
El tiempo de Dios en la historia: cuando lo eterno visita lo frágil
El gran signo del tiempo divino en la historia es la Encarnación. San Pablo lo expresa de una forma magistral:
“Cuando llegó la plenitud del tiempo (to plērōma tou chronou), Dios envió a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4,4).
Aquí aparece una unión de términos: chronos y plērōma (plenitud). El Kronos se hace fecundo porque el Kairós lo llena. La historia, antes que mero transcurrir, se convierte en escenario de salvación.
En el lenguaje bíblico, la “plenitud del tiempo” no es un momento cronológico exacto, sino el instante elegido por Dios donde la historia humana está madura para recibir la gracia. Cada uno de nosotros, en nuestro itinerario espiritual, vive también su “plenitud del tiempo”: esos momentos donde la gracia nos sorprende en medio del cansancio o la rutina.
Los profetas: maestros del Kairós
Los profetas son, por excelencia, lectores del Kairós. Su tarea no era predecir el futuro, sino discernir el ahora de Dios. Amós, por ejemplo, denuncia a un pueblo que vive distraído:
“¡Ay de los que están tranquilos en Sión! [...] No se angustian por la ruina de José” (Am 6,1.6).
No reconocen el Kairós de conversión. En cambio, Isaías proclama un tiempo nuevo:
“He aquí que yo hago algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan?” (Is 43,19).
La exégesis muestra que “algo nuevo” (חָדָשׁ ḥādāš) alude a un acto creador de Dios en el presente, no en un futuro lejano. El profeta es el que enseña a detectar la novedad de Dios en medio de lo viejo, a no confundir el paso de los días con el paso del Espíritu.
Jesucristo y el arte de vivir el tiempo de Dios
Jesús no vivió apurado. Sus días, aunque breves en la historia, fueron plenos en Kairós. Nunca se dejó gobernar por la prisa, pero siempre actuó en el momento justo.
“Aún no ha llegado mi hora” (Jn 2,4).
“Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo” (Jn 17,1).
El Evangelio de Juan introduce la expresión “mi hora” (hōra mou) para referirse al Kairós mesiánico, al momento en que el designio del Padre alcanza su plenitud. La exégesis del texto de san Juan, subraya que Jesús vive sintonizado con el reloj del Padre, no con la presión humana. El verdadero discípulo aprende esa sabiduría: actuar cuando el amor lo pide, esperar cuando la gracia lo exige.
La pedagogía del tiempo espiritual
El bienestar auténtico implica integrar el Kairós en el Kronos: vivir cada momento como oportunidad de gracia. La liturgia es expresión privilegiada del Kairós: en ella, el tiempo se convierte en sacramento. La espiritualidad cristiana propone una vida en la que el tiempo no se consume, sino que se consagra.
El tiempo de Dios no se impone: se descubre. Y se descubre a través de la paciencia, la oración y el discernimiento. San Pedro lo recuerda con palabras que desafían nuestra lógica moderna:
“Para el Señor, un día es como mil años, y mil años como un día” (2 Pe 3,8).
Este versículo no describe un cálculo divino, sino una teología de la espera: Dios no mide el tiempo con cronómetro, sino con misericordia. En su Kairós, la demora no es olvido, sino pedagogía. El creyente que aprende a vivir en Kairós descubre que las demoras de Dios maduran la fe, no la frustran.
“El que cree, no se apresura” (Is 28,16).
El texto hebreo dice literalmente “no se desquiciará”, es decir, quien confía en el Kairós divino mantiene el alma en su eje, incluso cuando el reloj apremia.
La madurez espiritual y el tiempo de Dios
La madurez espiritual no se mide por cuántas oraciones se repiten, sino por la capacidad de esperar sin desesperar y de actuar sin adelantar a Dios. Vivir el tiempo de Dios es aprender a habitar el misterio del Kairós, donde cada proceso tiene su ritmo y cada demora es una semilla.
El alma madura cuando deja de exigir resultados inmediatos y comienza a reconocer que el amor divino trabaja en silencio, sin prisa pero sin pausa. Saber vivir el tiempo de Dios es caminar con confianza en medio de la incertidumbre, discerniendo que las pausas también son palabra, y que los “todavía no” de la vida son a menudo los talleres donde el Espíritu moldea el corazón.
Quien ha aprendido a esperar con serenidad y a moverse con obediencia ha descubierto la sinfonía más alta de la fe: la perfecta armonía entre el reloj humano y el pulso eterno de Dios.
Vivir según el Kairós no significa abandonar el Kronos, sino transfigurarlo. Se trata de aprender a leer los signos de los tiempos, a discernir la voz de Dios en medio del ruido, y a vivir con profundidad cada instante.
“Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo” (Eclesiastés 3,1).
El misterio del tiempo es también el misterio del amor de Dios. En Cristo, lo eterno abrazó lo efímero; en nosotros, lo efímero puede abrirse a lo eterno. No se trata de negar el Kronos, sino de bautizarlo con el Kairós.
Cada mañana, cada diálogo, cada espera puede ser un templo donde el tiempo se vuelve sacramento.
Cuando uno aprende a mirar así, ya no pregunta “¿Qué hora es?”, sino “¿Qué está haciendo Dios en esta hora?”.
“Enséñanos a calcular nuestros años para que adquiramos un corazón sabio” (Sal 90,12).
Ese corazón sabio es el que no teme al paso del tiempo, porque ha aprendido a vivir desde el tiempo de Dios.
Luis Daniel Londoño Silva. Licenciado en Teología, Mgrt. Violencia de Género, Comunicador y escritor. Suscríbete a mi correo, si deseas recibir mis artúclulos: dalonsi@gmail.com
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