Por Luis Daniel Londoño Silva, Mgtr. en Violencia Doméstica, teólogo católico, comunicador y escritor.
Cristo sube al cielo, pero no para alejarse, sino para llenar toda la tierra con su presencia. Se va de una manera para quedarse de otra. No lo vemos con los ojos, pero lo sentimos en el alma. Está en el pobre, en la Eucaristía, en la comunidad, en cada corazón que lo invoca. Como decía san Agustín con ternura y certeza: “Aunque subió al cielo, está aquí con nosotros; y aunque está aquí con nosotros, también está en el cielo” (Sermón 263).
Y
tú, ¿Te quedas mirando al cielo? ¿O te animas a bajar la mirada, ponerte de pie
y comenzar a construir el Reino aquí, en esta tierra que también es cielo en
camino?
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Imagen tomada de misioneros digitales |
La
Ascensión no es un espectáculo celeste, ni una despedida melancólica. Es el
corazón de nuestra esperanza. Es el día en que el cielo y la tierra sellaron un
pacto eterno. Es la prueba de que Jesús no se desentiende de la historia, sino
que la lleva consigo a la gloria. Y también es una llamada urgente: la de no
quedarnos mirando al cielo con nostalgia, sino bajar los ojos al mundo con
valentía.
Hoy, más que nunca, necesitamos redescubrir esta fiesta con ojos nuevos, con palabras nuevas, con una fe que no se queda en lo alto, sino que se encarna y se arriesga. Por eso te invito a recorrer seis claves para comprender la Ascensión del Señor y su impacto concreto en nuestra vida.
La Ascensión no es despedida, sino envío
“Ustedes serán mis testigos… hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).
La escena es inolvidable. Jesús asciende ante los ojos de sus discípulos, y ellos se quedan paralizados, como niños viendo cómo se aleja un globo al cielo. Pero dos ángeles aparecen de repente y los sacuden: “¿Qué hacen ahí mirando al cielo?” (Hch 1,11). Es decir: “¡Despierten! Él no se fue ¡Ahora empieza su misión!”.
La Ascensión es una provocación. Jesús nos envía al mundo como testigos, no como nostálgicos. La Iglesia nace de esta partida, pero no como un orfanato, sino como una familia movilizada por el Espíritu.
El Papa Francisco lo expresaba con claridad: “La Ascensión no indica la ausencia de Jesús, sino que nos dice que Él vive en medio de nosotros de una forma nueva” (Audiencia General, 17 de abril de 2013).
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Imagen tomada de rezar con los iconos |
La Ascensión es la glorificación de la humanidad
Cristo
no sube al cielo en abstracto. Sube con su cuerpo, con sus cicatrices, con su
historia humana. Las llagas que lo hirieron ya no son heridas, sino puertas de
gloria. La humanidad, gracias a Jesús, ha sido llevada al corazón del Padre.
Esto significa que nuestra carne no está destinada al fracaso ni al olvido, sino a la plenitud. La Ascensión nos recuerda que el cielo no es el lugar de los que huyen de la vida, sino de los que han amado hasta el final. Benedicto XVI nos dejó estas bellas palabras: “La Ascensión de Jesús no es un alejamiento de la tierra, sino una entrada en la comunión con el Dios vivo en la humanidad de Dios” (Homilía, 20 de mayo de 2007).
La
Ascensión nos devuelve la esperanza activa
La esperanza cristiana no es evasión ni anestesia. Es acción con sentido. Si Jesús ha ascendido, entonces la historia no es un callejón sin salida, sino un camino hacia la gloria. El mundo no se está desmoronando sin rumbo, aunque a veces lo parezca: Cristo reina, sobre todo.
La Ascensión es el motor de los que no se resignan. Nos hace vivir con los pies en el suelo, pero con el corazón encendido. San Juan Pablo II lo expresó así: “La Ascensión infunde en nosotros la esperanza de alcanzar algún día a Cristo en la casa del Padre. Pero también nos compromete a transformar el mundo según el plan de Dios” (Homilía, 24 de mayo de 1979).
La
Ascensión inaugura la presencia del Espíritu
“Si no me voy, no vendrá a ustedes el Consolador” (Jn 16,7).
El
cielo no se cierra al irse Jesús. Al contrario: se abre para que venga el
Espíritu. La Ascensión da paso a Pentecostés, y con él, a la era del Espíritu
Santo. Cristo ya no camina solo por los caminos de Galilea. Ahora camina en
cada discípulo que lleva su nombre, su fuego y su Evangelio.
La Ascensión nos dice: “No se aferren a mi forma antigua. Ahora estaré en ustedes. Ahora serán mi Cuerpo vivo en el mundo”.
5.
La Ascensión es promesa de retorno
“Este Jesús… volverá” (Hch 1,11).
La historia no terminará en una desilusión. Jesús volverá. No con estruendo hollywoodense, sino como el Esposo que regresa por su amada. La Ascensión contiene en sí una promesa: el retorno glorioso del Señor. Hasta que vuelva, nos corresponde preparar su regreso con obras de misericordia, con justicia, con pan compartido. Porque Él volverá a recoger lo que hayamos sembrado en su nombre. El Papa Francisco nos lo recuerda con fuerza: “La Ascensión del Señor al cielo… nos hace comprender que no estamos solos, que el cielo ya no es inaccesible" (Regina Caeli, 13 de mayo de 2018).
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Imagen tomada de Etsy.com |
La Ascensión es el comienzo del señorío de Cristo
La Ascensión no es solo una subida simbólica. Es el momento en que Jesús, el Siervo crucificado, es declarado Señor del universo. Desde ese instante, todo en el cielo y en la tierra le pertenece: “Dios lo exaltó y le dio el Nombre que está sobre todo nombre” (Flp 2,9).
Jesús no gobierna desde un trono de oro, sino desde la Cruz glorificada. Su reinado no es de dominio, sino de servicio. Su poder no aplasta, eleva. Su autoridad no oprime, libera. El señorío de Cristo proclamado en la Ascensión nos recuerda que ningún poder humano es absoluto. Ni los imperios, ni las ideologías, ni la muerte tienen la última palabra. Solo Él es el Señor. Y ese señorío lo ejerce amando hasta el extremo. Como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica: “La Ascensión de Cristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celestial de Dios, desde donde ejerce su poder y envía el Espíritu” (CIC, n. 665).
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