Cuando
Roma ardía, Agustín escribía
Presentar
la ciudad de Dios no es una tarea fácil, debido a lo complejo y extenso de esta
obra; no obstante, haré el intento por destacar los aspectos esenciales de esta
obra y la manera como puede inspirar respuestas ante los retos de estos tiempos
difíciles y de grandes retos.
Imagina
vivir en un imperio que parecía invencible, con carreteras que unían el mundo
conocido, leyes que organizaban la vida cotidiana, y una cultura que había
absorbido lo mejor de Grecia. De pronto, ese imperio empieza a resquebrajarse.
Y un día, lo impensable ocurre: Roma es saqueada.
Corría
el año 410 d.C. cuando los visigodos de Alarico invadieron Roma. Aunque no fue
una destrucción total, el golpe simbólico fue demoledor. Roma, la “ciudad
eterna”, símbolo del poder humano, había caído. Muchos se escandalizaron. Y los
paganos culparon a los cristianos: “Desde que abandonamos a los dioses, todo ha
ido de mal en peor”, decían.
Recordemos
que los Visigodos, eran un pueblo germánico de los diversos grupos étnicos y
lingüísticos originarios del norte de Europa (especialmente Escandinavia,
Alemania y Dinamarca) que formó parte de los godos, divididos entre visigodos
(del oeste) y ostrogodos (del este). Fueron liderados por Alarico I cuando
saquearon Roma en el año 410.
En este contexto fue entonces cuando san Agustín, ya obispo de Hipona en el norte de África, se puso a escribir sobre lo que sus ojos veían. No respondió con rabia, sino con una obra monumental: La ciudad de Dios, escrita entre el 413 y el 426 d.C. ¿Su propósito? Defender la fe cristiana, sí. Pero más aún, ofrecer una lectura profunda del drama humano, de la historia, del poder, del alma y de la eternidad.
Agustín no se conformó con refutar acusaciones: nos regaló una de
las cumbres del pensamiento cristiano y occidental, de ahí la complejidad de su
pensamiento expresado en la Ciudad de Dios (En latín De Civitate Dei). Con base
en este contexto les comparto algunos puntos de apoyo para adentrarnos en el mundo
de este escrito maravilloso.
SEIS
CLAVES PARA COMPRENDER LA CIUDAD DE DIOS SIN PERDERSE EN EL INTENTO
Las
dos ciudades: no se trata de geografía, sino de amor
Uno de
los aportes más originales y transformadores de Agustín es su visión de la
humanidad dividida en dos “ciudades”: no políticas, sino espirituales. Estas
ciudades no se distinguen por sus banderas, sino por lo que aman, Agustín afirma
“Dos
amores hicieron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo
hizo la ciudad de Dios; el amor de sí hasta el desprecio de Dios hizo la ciudad
terrena” (La Ciudad de Dios, XIV, 28).
La ciudad de Dios está formada por quienes ponen a Dios en el centro. No es un club exclusivo de santos perfectos, sino una comunidad de buscadores humildes; este concepto es clave en san Agustín, porque su propuesta es de una ciudad viva, dinámica, creadora, jamás estática. La ciudad terrena, en cambio, se basa en el orgullo, la autosuficiencia, el ego. Ambas ciudades coexisten en la historia y, dentro de cada uno de nosotros. Agustín no dice que el mundo esté dividido entre “buenos” y “malos”.
Su propuesta es más compleja: la historia es una lucha interior y social entre dos amores que tiran del alma humana en direcciones opuestas. Imagínense la lucha interior que uno debe librar.
La
caída de Roma no significa el fin del mundo
Muchos
cristianos de entonces se desorientaron, por eso se preguntaban, si Dios es
todopoderoso, ¿Por qué permitió que Roma fuera saqueada? ¿No era Roma una ciudad
cristiana? Agustín responde con valentía: la fe no garantiza la seguridad
política. Roma cayó, como caen todas las ciudades humanas. Lo importante no es
salvar un imperio, sino orientar la vida hacia el Reino eterno: “La
ciudad de Dios brilla gloriosa en medio de las ruinas del mundo” (La Ciudad de
Dios, I, Prefacio).
Se
podría decir que esta visión es revolucionaria. Agustín no idealiza el pasado
ni se aferra al poder. Sabe que los cristianos están llamados a vivir con los
pies en la tierra, pero con la mirada en el cielo. Su crítica indirecta a
quienes equiparan cristianismo con hegemonía política sigue vigente hoy: la
Iglesia no es un imperio; es el alma del mundo peregrino.
La
historia tiene un sentido, aunque parezca caótica
Agustín
sabe que la historia es turbulenta. Pero no es un caos sin dirección. Hay una
Providencia, un plan divino que se despliega en medio del aparente desorden.
Las guerras, los gobiernos corruptos, las persecuciones… nada escapa a la
mirada de Dios: “Aun los males, por disposición de la
Providencia divina, sirven para la utilidad de los santos” (La Ciudad de Dios,
XXII, 1).
Eso no significa que todo esté bien ni que Dios apruebe el mal. Pero sí que incluso el dolor puede tener un propósito redentor. El creyente no vive con ingenuidad, pero tampoco con desesperanza. Sabe que el hilo de la historia está en manos de un Dios que escribe recto incluso con líneas torcidas. Esta convicción es un bálsamo contra el nihilismo contemporáneo, que pregona que la vida carece de sentido objetivo, valores absolutos o verdades universales.
Nosotros, bien sabemos,
como personas de fe que no todo es absurdo y que la historia tiene una
dirección: nos lleva hacia la plenitud, aunque a veces avance entre sombras.
El
verdadero poder no se mide en conquistas, sino en justicia
En uno
de los pasajes más citados de la obra, Agustín lanza una crítica demoledora a
los imperios que se jactan de su poder y le dan la espalda a la justicia: “Sin
justicia, ¿qué son los reinos sino grandes bandas de ladrones?” (La Ciudad de
Dios, IV, 4).
Es un
golpe a la falsa grandeza de las estructuras humanas. Un imperio sin justicia
no es admirable, sino criminal. La grandeza de una nación no se mide por su
territorio, sino por cómo trata a los más débiles. Agustín, aunque vivió dentro
del mundo romano, no sacralizó el Estado ni idealizó el poder. Para él, la
verdadera autoridad está en la rectitud del alma, no en la fuerza del ejército.
Y el verdadero ciudadano de la ciudad de Dios es el que vive con humildad, no
el que impone su voluntad.
Agustín
no fue un escapista. Vivió las tensiones de su tiempo, acompañó a su pueblo y
no huyó cuando los bárbaros asediaron su ciudad. Su espiritualidad no fue
evasiva: fue una forma de habitar el mundo con una mirada más alta.
El
ciudadano de la Ciudad de Dios no abandona la política: la purifica. No impone
su fe, pero tampoco renuncia a su conciencia. Su compromiso es transformador:
se involucra, denuncia, construye, resiste... sin perder de vista la meta
trascendente.
¿Qué
es el mal? Una pregunta que sigue doliendo
Una de las preguntas más inquietantes de todos los tiempos es: ¿Por qué existe el mal si Dios es bueno y todopoderoso? Agustín, que en su juventud fue seguidor del maniqueísmo, aborda esta cuestión con profundidad. El maniqueísmo era una doctrina dualista que afirmaba que el bien y el mal eran dos principios eternos enfrentados, como si el universo fuera un campo de batalla entre dos dioses iguales.
Esta idea daba una explicación fácil al problema del mal… pero a costa
de negar la soberanía de Dios. Agustín lo rechaza y afirma: “Todo
lo que es, en cuanto es, es bueno. El mal es solo la privación del bien” (La Ciudad
de Dios, XII, 3).
Es
decir, el mal no es una sustancia o un ser, sino una carencia. Como la
oscuridad es ausencia de luz, o el agujero es la falta de materia. Dios no creó
el mal, pero permite la libertad humana, y con ella, la posibilidad de
desviarse.
Esta
visión no elimina el dolor del mundo, pero nos invita a mirar más profundo: el
mal no tiene la última palabra. Y la conversión, la sanación, el perdón son
posibles.
El fin
de la historia: juicio, resurrección y ciudad eterna
El
destino final de las dos ciudades es el gran telón de fondo de toda la obra. La
historia humana no es un ciclo eterno, sino una travesía con un final: el
Juicio de Dios y la resurrección de los cuerpos. Para los ciudadanos de Dios,
el final será el comienzo de una dicha sin fin: “Allí
descansaremos y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo
que será al fin sin fin” (La Ciudad de Dios, XXII, 30).
Este
final no es solo una promesa para el más allá. Es una luz que ilumina el
presente. Quien cree en la eternidad vive con otra profundidad, con otro
compromiso, con otra esperanza. Y eso cambia radicalmente cómo amamos,
trabajamos, sufrimos y luchamos en esta vida.
Conclusión:
Una obra exigente, pero vital
La ciudad de Dios no es una lectura liviana. Es densa, exigente, y requiere tiempo. Pero también es un manantial espiritual, filosófico y teológico. Es una brújula para los tiempos inciertos, un antídoto contra la desesperanza y un canto a la grandeza del alma humana cuando se abre al amor de Dios. Si alguna vez te sentiste perdido en medio del caos del mundo, si alguna vez te preguntaste por el sentido del mal, de la historia, del poder o del destino eterno… entonces La ciudad de Dios tiene algo para ti.
El mundo de hoy no se divide en creyentes y no creyentes, sino, como Agustín lo intuía, en aquellos que construyen desde el amor y aquellos que construyen desde la codicia. Esto atraviesa todos los partidos, religiones y clases sociales.
La gran pregunta
política sigue siendo agustiniana: ¿Cuál es el amor que guía tus decisiones
públicas y privadas? Porque toda política es expresión de una visión del ser
humano. Y si no hay una antropología justa y compasiva detrás, el resultado
será siempre opresión maquillada.
Y
ahora que ya tienes este mapa, quizás te animes a recorrerlo. Con calma, con
lápiz en mano, y con el corazón abierto. Porque Agustín no escribió para sabios
de biblioteca, sino para caminantes del alma, como debemos serlo tú y yo.
Si deseas
leer un poco de la obra de la Ciudad de Dios, ingresa a: https://www.augustinus.it/spagnolo/cdd/index.htm
1 Comentarios
Daniel estuvimos leyendo tu consepción de La Ciudad de Dios de San Agustín, muy interesante reflexión. Concordamos en que cuando hay esperanza con la seguridad de un más allá, nos proponemos cada día, ser mejores personas y ésto solo lo logramos procurando seguir las Enseñanzas de Jesús
ResponderBorrarTu comentario ayuda a profundizar la reflexión y el análisis. Muchas gracias.