Erradicar la violencia contra la mujer no es un deseo, es una urgencia ética
Seis rutas para transformar cultura, lenguaje, espiritualidad, instituciones y afectos. Es tiempo de actuar con coraje.
“La violencia contra la mujer no es un problema de mujeres. Es un problema de humanidad. Mientras la mitad de la población viva con miedo, ninguna sociedad puede llamarse libre”.
En sociedades que se autoproclaman modernas, pero siguen callando ante los gritos ahogados de tantas mujeres, se impone una verdad ineludible: no habrá futuro digno mientras la mitad de la humanidad siga siendo violentada, silenciada o subordinada. La violencia contra la mujer no es solo una cuestión de seguridad o justicia, es el termómetro ético de una civilización. Y, como bien ha dicho la socióloga Marcela Lagarde, esta violencia es el crimen más tolerado del mundo, disfrazado muchas veces de tradición, costumbre o incluso amor.
Erradicarla no requiere apenas castigos más duros o leyes mejor escritas, aunque ambos son necesarios, sino sobre todo una transformación cultural profunda, capaz de cambiar las raíces afectivas, educativas, espirituales y sociales que han permitido que la violencia florezca como si fuera algo natural. Es hora de reeducar el corazón colectivo. En este artículo, propongo seis rutas entrelazadas que no pueden ser negociadas si realmente queremos cambiar la historia.
Primera ruta
Exige desmontar el ideal del amor romántico como sinónimo de sacrificio absoluto o celos posesivos. Nos han enseñado que amar es sufrir y aguantarlo todo, que los celos son prueba de interés y que la pasión lo justifica todo. Así se ha legitimado el control, el acoso, la dependencia emocional y el aislamiento como ingredientes de una relación normal.
Amar no es poseer, ni apagar la identidad del otro, ni exigir sumisión. Como señala la psicóloga española Coral Herrera, “el amor no es sufrimiento; eso es manipulación cultural para controlar los cuerpos y las emociones femeninas”. Reeducar en afectos sanos desde la infancia no es un detalle pedagógico, sino un acto político.
Debemos enseñar que amar es acompañar, no dominar. Si bien es cierto que en el mensaje cristiano también se invita a vivir experiencias profundas de amor y de entrega sin límites, se debe reconocer que ciertas interpretaciones fanáticas y fundamentalistas de la Biblia, han favorecido una mentalidad de “sometimiento” de la mujer, e incluso, con una cruel invitación a “guardar silencio”.
Segunda ruta
La segunda ruta pasa por el lenguaje, ese campo invisible pero poderoso donde se cultiva o se combate la violencia simbólica. Cada vez que se dice “mujer tenía que ser” o “ella se lo buscó”, se perpetúa un sistema de desprecio y culpa hacia lo femenino.
La lingüista Esther Aja explica que las expresiones cotidianas actúan como micro violencias que sostienen la estructura patriarcal. No basta con prohibir palabras, se trata de sembrar conciencia y responsabilidad en el habla. Una sociedad que aprende a hablar con respeto aprende a convivir con dignidad.
Tercera ruta
Esta ruta invita a atravesar las estructuras institucionales. No se puede erradicar la violencia si la respuesta del sistema judicial, de salud o educativo sigue siendo la indiferencia, la revictimización o el descrédito. Cuando una mujer denuncia y no es protegida, cuando su voz es relativizada por “falta de pruebas”, lo que ocurre no es un fallo, sino una complicidad. En Colombia seguimos presenciando un aumento de feminicidios a pesar de que muchas mujeres denuncian, pero sus voces no son escuchadas.
Como ha denunciado de manera acertada la jurista argentina Elena Highton de Nolasco, “la justicia muchas veces reproduce el mismo patrón patriarcal que debería desarmar”. Por eso, una perspectiva de género no debe ser opcional ni decorativa, sino parte integral de cualquier política pública y formación profesional. En Colombia no existen políticas públicas claras y contundentes para responder a la violencia contra la mujer, antes, al contrario, las comisarías de familia se han convertido en un elemento más de la burocracia, sitios nefastos de revictimización.
Cuarta ruta
Una situación con frecuencia invisibilizada es el reparto desigual de los cuidados. La violencia también se expresa en la sobrecarga que enfrentan las mujeres en el hogar, en el peso emocional de cuidar a todos menos a sí mismas, en la naturalización de que ellas deben sacrificar su tiempo, sueño y salud por los demás.
La economista mexicana Lourdes Benería lo advierte con claridad: “el trabajo del cuidado, no remunerado y no reconocido, es el gran soporte del sistema económico, y lo pagan las mujeres con su libertad”. Solo una verdadera corresponsabilidad familiar, respaldada por políticas públicas como licencias parentales iguales o servicios de cuidado accesibles, podrá revertir esa forma silenciosa de violencia.
En Colombia se sigue alimentando aquella mentalidad en la que el hombre busca una mujer para lavar, planchar, cocinar, hacer los oficios de la casa y cuidar los hijos. Un esquema obsoleto, esclavista y violador de la dignidad humana.
Quinta ruta
Esta ruta toca una de las dimensiones más sensibles y a menudo tergiversadas: la espiritualidad. No son pocas las veces en que se han usado fragmentos bíblicos para justificar la sumisión de la mujer al varón. Como teólogo católico de afirmar con contundencia que se trata de una distorsión del mensaje cristiano más profundo. Incluso desde el púlpito, se sigue predicando este sometimiento y a nombre de la sostenibilidad de la familia, se expone a la mujer y se le exige no descuidar las labores de la casa. Esto es un esperpento espiritual.
Jesús de Nazaret no solo trató con respeto a las mujeres, sino que rompió con los esquemas culturales de su tiempo: habló con ellas en público, las defendió de condenas injustas, las incluyó entre sus discípulos y las convirtió en testigos de su resurrección. Como bien señala la teóloga feminista Mercedes Navarro y que, en mi condición de teólogo apoyo: “la Biblia no es patriarcal por su esencia, sino por las lecturas patriarcales que se han hecho de ella”. Recuperar una espiritualidad liberadora no implica negar la fe, sino purificarla del machismo que la ha contaminado, para que vuelva a ser fuente de dignidad y justicia.
Sexta ruta
Por último, pero no menos crucial, es necesario abrir paso a una pedagogía de la autonomía. La violencia de género no podrá ser erradicada mientras se siga educando a las niñas para complacer y a los niños para mandar. La escuela, la familia, los medios y las iglesias deben convertirse en espacios donde se enseñe a ser libre, a pensar con criterio, a elegir relaciones desde el respeto, y a decir no cuando algo duele o humilla. Como afirmó la pedagoga chilena Lorena Fries, “educar para la igualdad no es una opción; es una urgencia ética”. Solo una sociedad que forma en autonomía podrá romper el ciclo de la violencia.
Estas seis rutas no son teorías abstractas ni utopías lejanas. Son caminos posibles y necesarios. Caminos que empiezan en casa, en la escuela, en la iglesia, en los juzgados, en los medios, en nuestros corazones. No es suficiente que una mujer sobreviva; ella debe vivir con plenitud. Y para eso, cada palabra, cada gesto, cada ley, cada acto de fe debe estar al servicio de su dignidad.
Película recomendada
“Te doy mis ojos” (2003), dirigida por Icíar Bollaín. Una película española sobre la violencia doméstica y el proceso interno de una mujer para romper el ciclo. Es un una película cruda, conmovedora y educativa.
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