Hay
días en que el alma amanece en silencio, en pausa, como si se hubiera
extraviado en un cuarto oscuro sin ventanas. En nuestra sociedad de pantallas
sonrientes y éxitos editados, la depresión camina sigilosa, escondida tras una
sonrisa profesional, una rutina cumplida, un “estoy bien” que apenas sostiene
el alma rota.
La depresión no elige estrato ni ocupación. No respeta edades ni credos. Puede anidar en el corazón del niño que se siente invisible, en la mente del adulto que vive en automático, o en el rostro del anciano que se siente olvidado. Es una enfermedad que clama sin voz, una herida que sangra hacia dentro. Hoy más que nunca, urge mirarla de frente, sin miedo, sin juicio, con toda la humildad posible.
Hablar de depresión no es un acto de debilidad, es un acto de amor, de prevención, de salvación. Porque no podemos seguir perdiendo vidas valiosas por no haber sabido escuchar, preguntar, o simplemente quedarnos al lado de quien nos necesitaba.
¿Qué
es la depresión? Una mirada médica y existencial
La Organización Mundial de la Salud (OMS) define la depresión como un trastorno mental común que afecta a más de 280 millones de personas en el mundo. Se caracteriza por una tristeza persistente, pérdida de interés en las actividades cotidianas, fatiga constante, alteraciones del sueño, pensamientos de inutilidad o incluso de muerte [OMS, 2023].
Más allá de los manuales clínicos, la depresión es una desconexión del sentido, un eclipse interior donde se pierde el deseo de vivir. Es sentirse vacío, aunque se esté rodeado. Es no hallar sentido, aunque todo parezca estar bien. Debo decir que, en algunos años, en el ejercicio del ministerio sacerdotal, también experimenté la depresión, generada por la soledad y por el sin sentido de la vida. Pasé por momentos muy difíciles como encerrarme, no madrugar a la oración, no sentir ganas de trabajar y en ocasiones recurrir al licor, quizás con el ánimo de suplir ese vacío y esa tristeza que se anidaba en mi corazón.
Gracias a Dios y después de un proceso de ayuda profesional debí cambiar mi estilo de vida, dejar de lado la opción sacerdotal y religiosa en la que había estado por más de 18 años, y rehacer mi vida hasta volver al corazón de mi existencia. Lo que puedo decir es que se cuando abrimos el corazón y dejamos que nos guíen, la depresión se puede superar, yo lo comprobé.
Volviendo a la exposición de esta realidad tan dura, la Sociedad Española de Psiquiatría y Salud Mental aclara que no se trata simplemente de estar triste: la depresión altera la química del cerebro, afecta la voluntad, la concentración, la percepción del tiempo y del futuro. El problema no es “no querer levantarse”, es no poder. No es una pereza emocional, es una parálisis existencial.
¿Qué
lleva a una persona a deprimirse?
No hay una única causa, sino una constelación de factores: biológicos, genéticos, psicológicos y sociales. El estrés crónico, la violencia familiar, la pérdida de un ser querido, el desempleo prolongado, el bullying escolar o el sentimiento de inutilidad pueden ser detonantes.
La Fundación ANAR señala cómo el incremento de la depresión en adolescentes está directamente vinculado a la presión social, la hiperexposición en redes, y la falta de contención emocional en los hogares.
No se trata de debilidad ni de falta de fe. Incluso personas con profunda vida espiritual han atravesado episodios depresivos. Santa Teresita del Niño Jesús lo expresó así: “La noche del alma es más oscura cuando no se encuentra eco ni consuelo”.
¿Cómo
reconocer a una persona deprimida?
Hay señales que deben encender nuestras alertas: Cambios bruscos en el estado de ánimo, pérdida de interés por actividades antes placenteras, aislamiento social, irritabilidad o apatía constante; frases como “nada importa” o “me gustaría no despertar”.
También se anidan signos invisibles: la persona funcional que cumple con todo… menos consigo misma, la sonrisa que no toca los ojos y el cansancio existencial.
La Asociación Colombiana de Psiquiatría insiste: no esperemos a que alguien “toque fondo” para actuar. La prevención no empieza con medicamentos, sino con escucha, cercanía y educación emocional.
A continuación, con base en mi experiencia personal de haber sido una persona depresiva, te comparto cinco claves de amor para prevenir y enfrentar la depresión.
1. Romper el
silencio, abrir espacios de palabra
En muchas familias, hablar de salud mental sigue siendo un tabú. Se estigmatiza, se banaliza o se ignora. Escuchar sin juzgar salva vidas. Abrir espacios de diálogo donde cada persona pueda expresar lo que siente sin miedo es fundamental. En un estudio de la Universidad de Navarra se afirma que el simple acto de ser escuchado reduce los niveles de angustia y abre caminos de restauración emocional.
2. Acompañar sin
querer “arreglar” al otro
No se trata de dar consejos o soluciones rápidas, sino de estar disponibles emocionalmente. Decir “yo estoy aquí”, “no estás solo”, “lloremos juntos si hace falta” es más eficaz que mil sermones. La psicología pastoral enseña que la presencia es terapéutica. No todo se cura, pero todo puede ser acompañado.
3. Buscar ayuda
profesional sin miedo
Ir al psicólogo o al psiquiatra no es una derrota espiritual. Es un acto de responsabilidad. Muchas veces, la fe y la terapia van de la mano. La depresión debe ser abordada desde un enfoque interdisciplinar: espiritual, psicológico, médico y comunitario. La Red de Salud Mental de Colombia promueve campañas para reducir el estigma del tratamiento profesional: “Pedir ayuda es de valientes, no de frágiles”.
4. Cultivar hábitos
que nutran cuerpo y alma
Ejercicio físico, alimentación equilibrada, descanso adecuado, contacto con la naturaleza, momentos de silencio, prácticas artísticas, lectura profunda, espacios de oración… Todo esto fortalece el sistema emocional y espiritual.
Estudios de la Pontificia Universidad Javeriana han demostrado que quienes integran espiritualidad, actividad física y vínculos afectivos saludables, tienen menor riesgo de caer en estados depresivos.
5. Recuperar el
sentido de vida, la espiritualidad encarnada
No basta con sobrevivir. Necesitamos motivos para vivir. Tener una misión, un sueño, un propósito, es lo que enciende el alma. La fe vivida con autenticidad, lejos del moralismo o el dogmatismo seco, es una fuente de esperanza.
Viktor Frankl afirmaba: “La vida sigue siendo potencialmente significativa, incluso en las peores circunstancias.” Esto no se impone: se acompaña, se despierta, se reanima.
Conclusión:
abrazar la vida herida, sin maquillarla
La depresión no es una vergüenza. Es una señal de que el alma necesita cuidados profundos. Es un llamado a cambiar nuestras estructuras familiares, educativas, e incluso religiosas, para ser lugares de acogida y no de exigencia ciega.
Desde mi blog Humanizar Creando hago un llamado claro: la prevención del suicidio comienza con una mirada amorosa, una conversación honesta, y un compromiso real con la salud emocional y espiritual. No maquillemos el dolor. Acompañémoslo. Porque hay heridas que no se ven, pero claman. Y hay almas que no quieren morir… solo necesitan ser vistas, escuchadas y abrazadas.
Película recomendada: 2:37 La Hora del Suicida
La película no busca tanto resolver el misterio de quién se suicida, sino visibilizar el sufrimiento silencioso que puede habitar detrás de una sonrisa o una aparente normalidad. Es una denuncia a la indiferencia y un llamado urgente a la empatía.
dalonsi@gmail.com
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