LA ALEGRÍA DE VOLVER A COMER JUNTOS

Redescubrir la mesa como altar de lo cotidiano

Hay un ritual antiguo, sagrado y humano, que está desapareciendo en silencio, como la brisa que se va sin que nadie lo note. No hace ruido, no se queja, pero su ausencia pesa: el arte de comer juntos en familia. Esa sencilla costumbre de sentarse todos en la misma mesa, mirar a los ojos, compartir el pan, reírse de anécdotas cotidianas, llorar cuando hace falta y escuchar... sin pantallas, sin distracciones, sin prisa.

Hoy, en muchos hogares, las mesas están llenas de comida, pero vacías de presencia. El celular se ha vuelto el comensal preferido; las series sustituyeron a la conversación; el "comamos cada uno cuando quiera" reemplazó al "todos juntos, a la mesa". Pero algo en el corazón sabe que no está bien, que falta algo, que nos estamos perdiendo del verdadero alimento: la comunión humana.

Reencontrarnos en torno a la mesa es volver a las raíces, a ese lugar donde se aprende a amar sin palabras, donde se enseña con gestos y silencios, donde la vida se saborea mejor porque se comparte. Recuperar ese rito es rebelarse contra la prisa, el individualismo y la soledad camuflada de libertad. Y para ello, nada mejor que dejar hablar a los sabios de la vida: los abuelos.

Un hermoso cuento: Los domingos de la abuela Clara

Mi nombre es Teresa. Recuedo un domingo, como todos los domingos de mi niñez. El olor a arroz con pollo se escapaba por la ventana y avisaba al barrio que en mi casa ya estaba todo listo. Mi madre ponía el mantel blanco de con adornos verdes relucientes, ese que solo salía para ocasiones especiales. No era para menos, comer juntos era una ocasión especial.

Mi padre silbaba mientras servía el jugo de guayaba. Mis hermanos se peleaban por ver quién se sentaba junto a la abuela, porque ella siempre contaba historias de su juventud, algunas ciertas, otras que parecían cuentos de hadas; todas con esa chispa que nos hacía reír hasta doler el estómago.

Comíamos, sí. Pero también nos contábamos los días, las penas, los chismes del colegio, los logros, los sueños. Y cuando uno hablaba, los demás escuchaban, sin teléfonos, sin interrupciones. Porque en esa mesa aprendimos que cada uno tenía algo que decir y que ser escuchado es un acto de amor.

Ahora que mis nietos comen viendo videos, con audífonos puestos y la mirada en la pantalla, me duele el alma. No por nostalgia, sino porque sé lo que se están perdiendo. Y por eso, cada domingo, insisto: “Vengan a comer a casa”. Porque mientras tenga fuerzas, seguiré preparando arroz con pollo. No por el plato, sino por el milagro que sucede cuando los corazones se sientan juntos a la mesa.

CINCO RAZONES PARA VOLVER A COMER JUNTOS

Volver a comer juntos no es simplemente estar reunidos, implica algo más:

1. La mesa enseña a amar

Comer juntos no es solo cuestión de nutrición, sino de relación. En ella se aprende a compartir, a esperar al otro, a ceder el último pedazo, a agradecer. Se enseña sin decirlo, con gestos sencillos. La mesa familiar es la primera escuela de empatía y generosidad.

2. Se crea identidad familiar

Las comidas compartidas fortalecen el sentido de pertenencia. Frases típicas, anécdotas, tradiciones culinarias y hasta pequeñas discusiones conforman un legado emocional que los hijos recordarán por siempre. La familia se teje en los pequeños rituales cotidianos… y el más sagrado de todos es sentarse juntos a comer.

3. Es antídoto contra el individualismo

En un mundo que promueve el “yo primero”, comer en comunidad nos recuerda que el otro importa. Es un acto de resistencia afectiva, donde se prioriza la relación frente al aislamiento. La mesa obliga a detenerse, a mirar al otro, a convivir con las diferencias y a construir comunidad desde lo concreto.

4. Se cuida la salud emocional

Estudios han demostrado que los adolescentes que comen frecuentemente con sus familias son menos propensos a sufrir depresión, ansiedad o adicciones. Porque la mesa no solo alimenta el cuerpo, sino también el alma, dándonos seguridad, afecto y pertenencia. Claro, cuando se deja a un lado ese distractor que antenta contra las experiencias más bellas, el celular. 

5. Se educa con el ejemplo

En la mesa se modelan valores sin necesidad de sermones: se bendicen los alimentos, se pide permiso, se escucha, se dialoga. Es un espacio donde la vida se transmite con naturalidad, donde lo sagrado se vuelve cotidiano y lo cotidiano se vuelve sagrado. Y por favor, ojalá se haga una pequeña oración para agradecer a Dios por los alimentos que llegan a nuestra mesa. 

El altar de lo humano

Comer juntos es mucho más que un acto biológico. Es un acto espiritual. Es crear hogar. Es construir civilización desde lo pequeño. La mesa es el altar donde se celebra el milagro de estar vivos y juntos. No hay pantalla que reemplace una mirada cálida, ni mensaje de WhatsApp que valga más que una carcajada compartida.

Volver a la mesa es volver al corazón. Es decirle al otro: “Tu presencia me importa. Tu voz merece ser escuchada. Tu historia tiene lugar en mi vida”. Es elegir la comunión por encima de la conexión. Es dejar que la comida no sea solo comida, sino signo de amor, de escucha, de familia.

Quizá no podamos cambiar el mundo de un tajo, aunque sí podemos recuperar nuestras mesas, una comida a la vez. Y si cada hogar volviera a encontrarse en ese rincón sagrado, el mundo comenzaría a sanar desde adentro.

 ¿Te animas a apagar el celular y prender el alma?

Película recomendada

Y como parte de este ritual sagrado de comer juntos, qué bello sería ver una película en familia. 

Se me ocurre recomendarles la de "Como agua para chocolate"(México, 1992), Dirigida por Alfonso Arau, basada en la novela de Laura Esquivel. Una película que combina la cocina con las emociones, los vínculos familiares y el poder que tiene la comida para sanar, recordar y unir. Una obra intensa, mágica y profundamente humana.
Por Luis Daniel Londoño Silva, Mgtr. en Violencia Doméstica y de Género. dalonsi@gmail.com
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