Colombia atraviesa un tiempo de incertidumbre que no se explica solo por errores de gestión. La economía tambalea, la violencia se reconfigura, los discursos políticos cambian de tono cada semana y la confianza en las instituciones se erosiona día a día. Ante este panorama, una pregunta resulta inevitable: ¿Es este caos producto de la improvisación o es parte de un proyecto de poder? Todo indica que Gustavo Petro, lejos de ser víctima del desorden, lo ha convertido en su arma política más poderosa. Al sembrar confusión, deslegitima a la oposición, paraliza a la ciudadanía y se presenta como el único capaz de conducir el país en medio de la tormenta. La paradoja es brutal: incendiar la casa para luego venderse como el único bombero disponible.
La incertidumbre es el nuevo orden. La crisis, lejos de ser un accidente, parece ser el motor de su proyecto. Al mantener al país en un estado de constante inestabilidad, con reformas que se anuncian y retractan, ministros que rotan en cuestión de meses y mensajes contradictorios desde la Casa de Nariño, se genera una sensación de impotencia en la sociedad. En este escenario, la oposición se ve obligada a reaccionar a cada giro inesperado, perdiendo la iniciativa y el control de la agenda. Mientras tanto, el presidente, al ser el epicentro de este remolino, se posiciona como el único actor con la capacidad de manejarlo, presentándose como el piloto de la tormenta que él mismo ha provocado.
La teoría del caos: de la ciencia a la política
El concepto de “teoría del caos” surgió en las ciencias exactas, particularmente en la meteorología. Edward Lorenz, en la década de 1960, descubrió que una variación mínima en las condiciones iniciales podía generar resultados impredecibles: el famoso “efecto mariposa”. Lo que parecía un juego de azar era, en realidad, un sistema complejo en el que el desorden tenía una lógica.
En política, el caos también se ha vuelto método. Los líderes que desean perpetuarse en el poder saben que, en sociedades fatigadas y confundidas, la ciudadanía termina entregando su confianza a quien promete alguna forma de estabilidad, aunque esa estabilidad sea ilusoria. Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, en Cómo mueren las democracias (2018), advierten que las autocracias modernas no llegan mediante tanques y golpes de Estado, sino a través de la erosión paulatina: manipulación de las reglas del juego, desinformación sistemática y polarización que fragmenta a la sociedad hasta hacerla ingobernable.
La política como una tormenta perfecta. El efecto mariposa político funciona de manera similar: una declaración, un trino o una acusación aparentemente menor puede generar ondas de choque que desestabilizan el debate público y desvían la atención de temas cruciales. En este sentido, los medios de comunicación han mordido el anzuelo porque se han convertido en multiplicadores del caos, fomentado por el Presidente.
Este método, perfeccionado por figuras como Donald Trump y Nayib Bukele, crea un ciclo de agitación en los medios y en los ciudadanos, quienes terminan saturados por el constante flujo de noticias y polémicas. El objetivo es claro: hacer que la verdad y la mentira, la lógica y la sinrazón, se vuelvan indistinguibles, erosionando la capacidad de la sociedad para discernir y reaccionar de forma coherente.
Petro y el caos como estrategia de poder
Gustavo Petro ha demostrado una maestría inquietante en trasladar esta lógica del caos al escenario colombiano. Su narrativa se sostiene en antagonismos permanentes: “los buenos contra los malos”, “el pueblo contra las élites”, “la vida contra la muerte”. Estos contrastes, en apariencia ética, se usan como armas de polarización que dividen y confunden.
A nivel práctico, su gobierno ha abierto canales de negociación y legitimidad a actores que históricamente han socavado el país: guerrillas rearmadas, estructuras del narcotráfico, Bacrim y organizaciones criminales enquistadas en las cárceles. La reciente controversia sobre pactos avalados por una senadora de su partido con capos carcelarios muestra la coherencia de esta estrategia: desdibujar la línea entre legalidad e ilegalidad, y convertir a los criminales en interlocutores políticos. El tarimazo de la Alpujarra en la ciudad de Medellín, Colombia, es el hecho más evidente de esta situación.
En este tablero, la violencia no se combate, se administra. Y en la administración del caos, el presidente aparece como árbitro indispensable. Hannah Arendt lo sintetizó de manera profética: “El totalitarismo prospera cuando las personas no saben a qué atenerse, cuando lo impredecible se vuelve regla”.
La ingeniería del conflicto. Petro no solo se beneficia del caos, lo produce activamente. Sus discursos, a menudo ambiguos, permiten múltiples interpretaciones, lo que le da la flexibilidad de retractarse o ajustar su posición según la conveniencia política. Un día habla de nacionalizar el petróleo, al siguiente modera el mensaje; un día amenaza al sector privado, al otro lo llama al diálogo. Esta ambivalencia calculada mantiene a todos en vilo, creando una especie de neblina política que impide a sus oponentes ya la sociedad anticipar sus movimientos. Sigue siendo el guerrillero perfecto, ahora con la dignidad de presidente.
Al mismo tiempo, el gobierno legitima a actores ilegales bajo la premisa de la "paz total", pero al hacerlo, debilita el monopolio de la fuerza del Estado. En lugar de enfrentar a las organizaciones criminales, las convierte en parte del paisaje político, borrando la diferencia entre lo lícito y lo ilícito, un movimiento que, paradójicamente, lo vuelve indispensable para "poner orden" en un desorden que él mismo contribuyó a crear.
La democracia en riesgo
El sistema democrático colombiano se funda en instituciones de contrapeso: un Congreso plural, una justicia independiente y órganos de control que vigilan al poder ejecutivo. Pero la estrategia del caos ha ido debilitando cada uno de estos pilares.
El Congreso se ha convertido en un escenario de gritos, acusaciones y alianzas efímeras, donde la deliberación real se diluye en espectáculos mediáticos. El poder judicial, sometido a presiones y pactos políticos, corre el riesgo de perder su independencia. Los organismos de control son reducidos a piezas de un ajedrez en el que prima la conveniencia del gobernante.
Guillermo O'Donnell describió esta patología como “democracias delegativas”: regímenes en los que, aunque hay elecciones, la voluntad del caudillo predomina sobre las instituciones. El riesgo es que Colombia pase de ser una democracia frágil a un régimen donde los procedimientos democráticos existen solo como fachada.
El arte de la corrosión institucional. La estrategia del caos no busca derrocar las instituciones de un solo golpe, sino desgastarlas lentamente desde adentro. Al promover la fragmentación de los partidos políticos y la polarización del Congreso , el gobierno dificulta la formación de mayorías estables y fomenta la parálisis legislativa. Esto permite al Ejecutivo gobernar a través de decretos y de la constante amenaza de un "poder constituyente", el cual le daría un cheque en blanco para redefinir las reglas del juego.
Mientras tanto, la desinformación dirigida y los ataques dirige a jueces y fiscales socavan la confianza pública en la justicia, lo que facilita el control político sobre los procesos judiciales. Los organismos de control, como la Procuraduría o la Contraloría, se ven en el dilema de someterse al poder ejecutivo o enfrentar una persecución mediática y política que los deslegitime ante la opinión pública.
Consecuencias sociales y éticas
Las consecuencias para el ciudadano de un pie son devastadoras. La violencia urbana y rural persiste, aunque bajo nuevas formas; la economía fluctúa con anuncios y rectificaciones repentinas; la confianza en las instituciones se desmorona. En este contexto, la gente vive atrapada entre el miedo y la resignación.
El mensaje que transmite el gobierno es perverso: los que rompen la ley reciben garantías y beneficios; los que cumplen la ley deben conformarse con la incertidumbre. Esta inversión de valores corroe la ética social y destruye la confianza colectiva.
Byung-Chul Han, filósofo surcoreano, advierte: “El poder que se alimenta del miedo convierte a las sociedades en rebaños dóciles”. El ciudadano, fatigado por la confusión, se acostumbra al abuso y lo justifica como un mal necesario. El peligro es que el caos deje de percibirse como anormal y se convierta en el nuevo estándar de la vida política.
La nueva normalidad del desorden. El caos no solo desorganiza la política, también desmoraliza a la sociedad. Al ver que el mérito y el esfuerzo son recompensados con inestabilidad, y que la ilegalidad puede ser una vía para obtener poder y privilegios, el tejido ético de la nación se desgarra. La gente deja de creer en el sistema de justicia y de valores que lo sostiene. Este ambiente de relativismo moral es un caldo de cultivo para la apatía y la desesperanza.
Los ciudadanos, agotados por la constante confrontación y la falta de rumbo claro, tienden a retroceder de la vida pública. Se refugia en la vida privada, aceptando el desorden como una condición inevitable de la existencia política, lo que le otorga al poder una licencia para operar sin contrapesos reales. Su única puerta de salida son los insultos por redes sociales que, en el fondo, ayudan a que la teoría del caos sea indestructible.
¿Resistir o resignarse?
Gustavo Petro parece haber encontrado en el caos un recurso y aliado indestructible para fortalecer su narrativa y proyectar su permanencia en el poder. Sin embargo, la historia muestra que ninguna estrategia basada en la confusión es eterna. El caos necesita del silencio ciudadano para imponerse, y ese silencio puede ser roto por una conciencia crítica, por una memoria histórica activa y por una sociedad que decide no resignarse.
Colombia se encuentra ante una disyuntiva crucial: aceptar la normalización del desorden como precio de una falsa estabilidad, o recuperar la democracia como bien común que no pertenece a ningún caudillo. La pregunta, más que teórica, es vital: ¿Seremos guardianes de nuestra democracia o testigos pasivos de su sacrificio? El futuro no está escrito, pero el tiempo para decidir se acorta.
El péndulo de la historia. Aunque la estrategia del caos pueda parecer exitosa en el corto plazo, su sostenibilidad es precaria. La historia está llena de ejemplos de líderes que, al abusar de la confusión y el desorden, terminaron perdiendo el control de la situación. La sociedad puede aguantar un tiempo la incertidumbre, pero eventualmente exigirá un retorno a la normalidad, a la estabilidad y al respeto por las reglas.
La resiliencia de la sociedad civil, la independencia de los medios y la voluntad de la ciudadanía para defender sus instituciones serán los verdaderos diques de contención contra el avance del caos. La pregunta final es si la sociedad colombiana, hoy fatigada, tiene la energía y la convicción necesarias para dejar de ser el espectador de un incendio y convertirse en el bombero que rescata su propia casa.
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