A los pies de la cruz, María no gritó ni huyó. Tampoco pidió milagros. Solo estuvo ahí, firme y rota a la vez, acompañando el dolor más incomprensible: el de su propio Hijo, clavado en la carne de la humillación y la injusticia. Frente a tanto sufrimiento, surge inevitable una pregunta que cuestiona la fe: ¿Dios sufre? ¿Siente Él el dolor humano o permanece impasible, sereno e indiferente?
Tal
vez esta pregunta no sea un signo de debilidad espiritual, sino un clamor
legítimo de quienes buscan una fe verdadera, encarnada, viva. Hoy, tal vez más
que nunca, necesitamos mirar el dolor no solo desde abajo, sino también desde
el corazón de Dios.
La situación
Durante
siglos, muchos cristianos crecimos imaginando a Dios como una especie de “Gran
Relojero” cósmico: perfecto, inmutable, incólume ante el temblor de la
historia. Esta imagen, tan racionalmente reconfortante, nos dio orden, pero nos
robó algo esencial: la certeza de que Dios también se conmueve, se implica, se
hiere de amor.
Cuando una madre abraza el cuerpo sin vida de su hijo; cuando una joven es traicionada en su primera confianza; cuando un niño ruega en silencio que terminen los gritos en casa… ¿Dios solo observa desde su altura perfecta? ¿Puede un amor auténtico no sufrir cuando ve al amado sangrar?
Un Dios que se estremece. Un Dios que no puede abandonar, aunque su justicia lo exija. Aquí comienza a derrumbarse la imagen fría y metálica del Omnipotente, para dar paso a la verdad más audaz del cristianismo: Dios sufre... por amor.
El dolor se hace carne
La
Sagrada Escritura no presenta a un Dios estoico e insensible, sino a un Dios
que entra en la historia, que ama hasta el extremo, que se involucra hasta las
lágrimas.
El Antiguo Testamento rebosa de esta sensibilidad divina; en el libro del Éxodo, Dios escucha los gemidos de los esclavos: “He visto la aflicción de mi pueblo... he oído su clamor...” (Ex 3,7). En los Salmos, se muestra como refugio no solo de los fuertes, sino de los quebrados de corazón (cf. Sal 34,19).
Pero es en Cristo donde el dolor de Dios se hace carne. San Pablo no duda en afirmar que Jesús, “siendo de condición divina”, se vació de sí mismo (cf. Flp 2,6-7), asumiendo no solo la condición humana, sino también el sufrimiento más abyecto. El teólogo Hans Urs von Balthasar escribió: “Dios no es menos Dios porque sufra; es más Dios porque ama hasta el sufrimiento”.
El
misterio de la Cruz —lejos de ser solo un instrumento de redención externa—
revela que el sufrimiento de Cristo es también el sufrimiento del Padre, como
afirma Benedicto XVI en Deus Caritas Est (n. 39): “La mirada de Cristo
crucificado nos dice que Dios es amor hasta el extremo, hasta el don total de
sí mismo”. No estamos, entonces, ante un dios griego impasible, sino ante
un Dios herido de amor, que sufre en cada ser humano herido. En su tratado
sobre el amor, San Bernardo de Claraval se atrevía a decir: “Dios ama con
ternura de madre, y sufre como quien ama hasta no poder contenerse”. ¿Puede
haber una revelación más humanizadora que esta?
¿Qué cambia en nuestra vida saber que Dios sufre con nosotros?
Humaniza
nuestra oración
No
hay que disfrazarse ante Dios. Podemos llevarle nuestro dolor tal como es,
sabiendo que no somos ridículos ni débiles ante sus ojos:
Acompaña
como Dios acompaña
No
se trata de dar respuestas vacías a quienes sufren. Se trata de estar, de
dolerse con, de cargar juntos el peso.
Transforma
el dolor en camino de amor
Si
Dios no elude el sufrimiento, sino que lo abraza y lo convierte en vida nueva,
también nosotros estamos llamados a no escapar de nuestras heridas, sino a
hacerlas lugares de fecundidad.
Vivir
la fe como compasión activa:
La
compasión no es un añadido al cristianismo. Es su núcleo vital. Si nuestro
cristianismo no nos hace más compasivos, no es cristianismo.
Quizá, en nuestro afán por entender el sufrimiento, hemos olvidado lo esencial: No estamos solos, nunca lo hemos estado. A la sombra de la Cruz, Dios no ofrece explicaciones; a cambio, ofrece su propio Corazón traspasado. Un Corazón que late todavía en cada Eucaristía, recordándonos que el dolor no es la última palabra. Que el amor sufre, sí. Pero que también resucita. Tal vez hoy, en medio de tantas heridas abiertas, el verdadero milagro consista simplemente en creer que el Dios que llora con nosotros es también el Dios que nos levanta.
2 Comentarios
Cuando murió Lázaro Jesús lloró por su amigo, hizo suyo el dolor de sus hermanas, ya en la actualidad Jesús está presente y nos acompaña en cada momento de dolor
ResponderBorrarCuando murió Lázaro, Jesús lloró por su amigo, en la actualidad Jesús nos acompaña en nuestra angustia y dolor, como en el tiempo del cobi Jesús nos acompañó e hizo suyo nuestro dolor gracias por esta reflexión, donde vemos a Jesús compartiendo el dolor
ResponderBorrarcon la humanidad
Tu comentario ayuda a profundizar la reflexión y el análisis. Muchas gracias.