EL HIJO PRÓDIGO Y LA FIESTA DEL REENCUENTRO

Volver es aceptar que no somos dioses, sino hijos amados

Por Luis Daniel Londoño Silva| Humanizar Creando|dalonsi@gmail.com

Vivimos corriendo...

Corriendo hacia un éxito que se evapora, hacia una felicidad que siempre está un paso más allá, hacia un reconocimiento que nunca llega a saciar. Nos decimos que estamos “buscando nuestro camino”, pero en realidad, lo que muchos sienten es una fatiga del alma: ese cansancio silencioso de quien lleva mucho tiempo huyendo, sin saber de qué ni hacia dónde.

Hay momentos en los que uno se detiene, aunque sea unos segundos, y algo dentro murmura: “no era esto”. No era esto lo que soñábamos cuando empezamos a vivir. No era este el tipo de amor que queríamos dar, ni esta la persona en la que esperábamos convertirnos.

Sin embargo, seguimos adelante —porque retroceder parece fracasar, y detenernos da miedo. Y... ¿Si el hogar que buscas no está adelante, sino esperando tu regreso?


La historia que todos llevamos dentro

Un día, un joven decidió marcharse de casa.

Pidió su parte de herencia y se fue lejos, convencido de que la libertad consistía en no depender de nadie. Durante un tiempo vivió creyendo que lo tenía todo: dinero, placer, autonomía. Pero la fiesta se apagó, y con ella se apagó también su sentido. No fue el hambre lo que lo hizo volver, sino la memoria del amor: el recuerdo de un lugar donde todavía era hijo, no esclavo de sus errores.

La mayoría conoce esta historia como la parábola del hijo pródigo, pero en realidad es la parábola del Padre que nunca deja de esperar. Un padre que no pregunta “¿por qué lo hiciste?”, sino que corre, abraza, y devuelve dignidad.
Un padre que no lleva cuentas del pasado, sino que estrena una fiesta para celebrar el reencuentro.

 Lo más escandaloso de esta parábola no es el perdón, sino la ternura desmedida de Dios, que se adelanta a todo arrepentimiento.


El retrato de nuestro tiempo

En el fondo, la parábola nos lleva a descubrir  que esta es también la historia del ser humano moderno: huimos creyendo que el sentido está en la autoafirmación, en el éxito, en los likes, en el control de nuestra biografía. Pero la libertad sin raíces crea un profundo vacío y la autosuficiencia sin amor se transforma en una jaula dorada.

El hijo menor somos nosotros cuando confundimos independencia con aislamiento. El hijo mayor también somos nosotros, cuando creemos merecer amor solo si cumplimos, trabajamos, rendimos, demostramos. Ambos están perdidos. Y ambos son abrazados por el mismo Padre que no se cansa de salir a buscarnos.


Lo que esta parábola revela hoy

Jesús, con una sencillez desarmante, desnuda nuestra época. Nos muestra que lo más humano no es ser perfectos, sino sabernos esperados. Que el camino espiritual no empieza con el miedo al castigo, sino con la certeza de que alguien sigue creyendo en nosotros incluso cuando nosotros ya no lo hacemos, pues la verdadera conversión no es moral, sino existencial: volver a casa, volver al abrazo.

En un mundo saturado de autoayuda, terapias exprés y espiritualidades de consumo rápido, esta parábola ofrece una respuesta radicalmente diferente: no se trata de mejorar, sino de volver a pertenecer. No se trata de sanar solos, sino de dejarse amar.


Volver no significa fracaso

Volver es el acto más valiente de quien se atreve a mirar dentro y reconocer su sed. Volver es decirle a la vida: “ya entendí, la felicidad no estaba lejos, estaba esperándome en lo que había dejado atrás”. Volver es aceptar que no somos dioses, sino hijos amados.

Y mientras muchos buscan fórmulas para llenar su vacío, esta historia milenaria susurra su verdad con una actualidad escalofriante: lo que buscas no se conquista, se recibe. Lo que anhelas no se compra, se encuentra en el abrazo de un Padre que no cambia, aunque tú cambies.


Para el alma cansada

Quizás hoy te sientas lejos, roto, insuficiente, o simplemente agotado por dentro. No te exijas recomenzar perfecto. No necesitas discursos, fórmulas ni heroicidades. Solo recuerda esto: hay un lugar donde no tienes que demostrar nada para ser amado. Un lugar donde no se te mide por tus logros ni por tus caídas. Donde tu nombre todavía suena en voz de ternura.

Cuando decidas volver —aunque sea dando un paso torpe, aunque no sepas cómo empezar— no habrá interrogatorios. No habrá reproches. No habrá condiciones. Solo escucharás, como aquel hijo asombrado:

“Traigan la mejor túnica. Pónganle un anillo.
Preparemos la fiesta. El que estaba perdido ha vuelto a la vida”.

El hogar que buscas no está adelante, en la carrera interminable por llegar a ser “alguien”. Está detrás. En aquello que creías haber perdido. Esperándote, con las puertas abiertas... Y con un Padre que aún sale cada día a mirar el horizonte, por si hoy decides regresar.

Regresar es recuperar la dignidad perdida, regresar es saber que siempre hay una oportunidad para empezar de nuevo...

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